En una época muy remota, en la
que mi poder no tenía límites y los grandes reyes se ponían a mis pies para
obtener mis favores. En esa época de grandiosas batallas y amores imposibles,
viví yo, el mayor hechicero de todos los tiempos. Pero todo lo que tiene un
principio también tiene un final…
Mi final empezó cuando mi
avaricia entró en juego. Ya no era suficiente tener a mis pies a los grandes
reyes, también quería todo lo que les pertenecía. Yo no contaba con ejércitos a
mis órdenes, pero tampoco los necesitaba porque mi poder era inmenso y con él
fui reino por reino sometiéndoles y arrebatándoles sus posesiones más
preciadas. Tan grande era la ceguera que me producía mi avaricia que no fui
capaz de darme cuenta de que los mayores reinos de la Tierra, el Reino del Alba
y el Reino del Ocaso, se aliaban para derrocarme. Alistaron a los hombres más
heroicos hasta formar un ejército colosal, digno de temer. Aunque muchos
cayeron en batalla, los pocos que habían sobrevivido ya eran inmunes a mi poder
y tenían eficaces estrategias con las que se movían en el campo de batalla como
piezas en un gran tablero.
Afortunadamente para mí, uno
de estos heroicos guerreros, Cristoff, había conseguido con su astucia conquistar
el corazón de la Reina Marie La Bella y utilizando sus armas de estratega se la
llevó al Reino del Alba. Cuando el Rey Howard El Astuto descubrió el engaño
retiró sus mesnadas y les asignó nuevas órdenes. “¡Acabad con el Reino del Alba y traedme a su Reina!”. Ese era el comienzo de una guerra encarnizada entre paladines
del Alba y paladines del Ocaso. Hasta que el Rey James El Protector se dio
cuenta de que el poder de esos hombres era infinito y quería proteger a su
mujer, Catalina La Magnánima, sin importarle lo que tuviera que dar a cambio. Así
que tras pensarlo mucho, me pidió un encuentro como ya había hecho en otras
ocasiones. Me ofreció sus riquezas y vivir a mis órdenes a cambio de que
interviniera a su favor y estableciera la paz.
Todavía mi poder era titánico
y mi avaricia no se había apagado. Por eso decidí que era el momento de
apoderarme de todo aprovechando la debilidad de los reyes. Para ello recordé las duras contiendas que me habían hecho
pasar, a mi mente venían las estrategias de sus valientes moviéndose en el terreno
como fichas bien alineadas sobre un tablero, todas ellas preparadas para
moverse y defender a sus reyes de mis ataques…
Tras días preparando el más
extraordinario de mis hechizos, había llegado el momento de reunirme con los
dos reyes en el mismo lugar donde ambos habían luchado contra mí. A un lado el
ejército del Alba y al otro el ejército del Ocaso. Alcé las manos y formulé las
palabras que fueron mi perdición, “Inimicus
meos vivere aeternum bellum in tempore”. Castigué a los dos reyes y a sus
súbditos a luchar eternamente. Ahora simples piezas de un juego, aquellos que
habían sido temibles adversarios, estaban bajo mi control. Pero no pensé en las
consecuencias y me castigué a mí mismo a ser el vigilante eterno de aquellas
piezas ya que era la única manera de que jamás volvieran a intentar
destronarme…
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